miércoles, 9 de noviembre de 2016

UNA CENA PENDIENTE

Entró en la sala. Era un hombre bajito y flaco, de avanzada edad, prácticamente calvo, salvo por unos pocos pelos blancos que nacían por encima de sus orejas.


- Bueno, hijo - dijo con tono amable - ¿Qué te ha pasado? ¿No me lo quieres contar? Pues a ver si lo adivino - Concluyó con una sonrisa.

Pedro Cifuentes llevaba más de 40 años ejerciendo de forense. Tras mucho tiempo trabajando solo, se había acostumbrado a hablar con "sus muertos", como cariñosamente les llamaba.
Decía que trabajar en silencio era de maleducados y siempre entraba en el depósito dando los buenos días, aunque sabía que no recibiría respuesta alguna.

Pedro se consideraba un detective. Decía que había descubierto al autor de la muerte más veces que cualquier investigador de novela. Los virus, las enfermedades degenerativas y los accidentes eran sus principales sospechosos.

Tenía pensado jubilarse en enero, después de las fiestas. Unos meses más y dejaría de tratar con la muerte. Para él, la muerte no era algo horrible. Había sido su compañera de trabajo muchos años y la tenía aprecio. De vez en cuando hablaba con ella, por no hablar solo.
Sin ella, se hubiese tenido que dedicar a vender muebles, como su padre. No tenía nada en contra de vender muebles, de hecho, su padre había hecho una fortuna tras conseguir que le diesen un encargo para amueblar la embajada colombiana en España. Gracias a eso, todo fue muy fácil para Pedro. Tuvo una infancia con juguetes, una bicicleta y pudo estudiar en la Universidad. No. No tenía nada en contra de eso, pero los números no se le daban muy bien y no sabría vender ni un ventilador en un desierto.
Él era un chaval solitario, con muy pocos amigos y al que le gustaba más enfrascarse en los libros que ir al baile.  Nunca llegó a casarse. Ni siquiera tuvo novia. Tras terminar la carrera de medicina su padre quiso buscarle pareja, "un médico siempre es un buen partido", le solía decir. Pero no hubo forma.
Cuando empezó las prácticas de medicina en el hospital, se dio cuenta que no le gustaba la gente. No soportaba a los pacientes ni a los familiares, pero sin embargo, le encantaba la medicina. Sólo hubo una solución y fue la de optar por hacer la especialidad de forense.

- Vosotros siempre decís la verdad y nunca me cansáis - dijo mirando al cuerpo que había en la mesa de autopsias.

Era de un hombre que rondaba los 50. Obeso, bajito, con venitas en la nariz y los dedos amarillos de la nicotina. No le hacía mucha falta abrirle para saber que había muerto de un infarto. Aún así, el protocolo es el protocolo, y en estos casos, siempre hay que hacerlo.

- Cada vez te los llevas más jóvenes, ¿eh? - Dijo echando la mirada hacia arriba, como si supiera que la muerte rondaba por el techo esperando a que él le diese un veredicto.

- Me debes una cena, que me acuerdo de cada uno que me has mandado que... vaya tela... - Comentó mientras señalaba a ninguna parte - Al menos con él me lo has puesto más fácil, ¿verdad? - Guardó unos segundos de silencio - No me habrás preparado ninguna sorpresa hoy, ¿no?

Se puso lentamente los guantes de látex y sacó el bisturí de la bolsa herméticamente cerrada. Aunque no tenía el pulso de cuando era joven, la incisión fue continua y perfecta, había más de 40 años de práctica en esas manos y eso se notaba. Realizó otra incisión más y agarró el costotomo de la mesa de material. Con el tiempo, había perdido mucha fuerza, y usarlo le costaba cada vez más. Al terminar, lo dejó en una bandeja aparte y comenzó a tomar una muestra de sangre, siempre había que analizarla, era el protocolo.

- Te digo yo... - volvió a decir hablándole a la muerte - ...que tú me has preparado algo hoy, como si lo viera.

- Bueno, amigo - dijo dando al cadáver unos suaves toques en el antebrazo - Tengo que dejarte un momento, he de enviar esto a analizar.

Pedro etiquetó la muestra, la guardó en una cajita de corcho y a su vez, la metió en otra de cartón. Tiró los guantes a la papelera y salió de la sala de autopsias apagando las luces.

Se encaminó al sótano, donde tenía su despacho, para rellenar los papeles necesarios para el envío de la sangre.
En el segundo escalón, al cordón de uno de sus naúticos le dio por meterse debajo de su compañero de pie.
Pedro trastabilló, soltando la caja.
No le dio tiempo a agarrarse al pasamanos.
Su cuerpo, se venció hacia delante.
Cayó.
Su cabeza fue a dar con la esquina del descansillo.
¡CRACK!
Pedro sabía que acababa de romperse el cuello.
Le quedaban segundos.

- Sabía que me tenías una sorpresa.

Se le empezaba a nublar la vista.

- Me debes una cena.

Comenzó a tener problemas para coger aire.

Sonrió.

- Por fin solos.

martes, 31 de mayo de 2016

LA MOCHILA

A todas partes viajo con una mochila. Es siempre la misma.
Empezó vacía, con las cosas imprescindibles para un viaje que nunca se sabe lo que va a durar.

Poco a poco, a base de hacer kilómetros, se fue llenando de cosas. Al principio había espacio de sobra y todo era susceptible de acabar dentro de ella.

Con el paso del tiempo y la distancia, la mochila se fue cargando y pesando más, siendo más difícil meter algo dentro y llevarla conmigo. Con un poco de orden logré que todo siguiese ahí, pero ya no cabía nada. Cada vez que encontraba algo que quería llevarme, tenía que soltar otra cosa porque no había más sitio.

He tenido que dejar mucho por el camino. Algunas cosas eran supérfluas, aunque cuando las guardé pensaba que eran lo mejor del mundo. Al soltarlas sentí nostalgia por lo vivido con ellas. Aún recuerdo la mayoría con añoranza, pero pienso que hice bien en dejarlas a un lado del sendero.
Otras eran importante y me arrepiento de haberlas soltado. Algunas veces me he dado cuenta, con el tiempo, que solté algo imprescindible y he tenido que dar media vuelta, recorrer de nuevo lo ya andado y volver a por ello porque, sin saberlo, era algo que necesitaba. La mayoría de las veces estaban ahí, esperándome, preguntándose porqué las solté, porqué las había dejado; pero en unos pocos casos no las volví a ver. No las encontré. Algún otro viajero debió toparse con ellas y se las llevó consigo, sabiendo apreciar el valor que tenían y que yo no supe darles.

La mochila está ya algo vieja, pero aún le queda camino que recorrer conmigo.
Ahora soy más selecto a la hora de recoger algo que meter en la mochila, pues cada vez se llena de más cosas que necesito y de las que soy incapaz de desprenderme, pero aún así, no esquivo la oportunidad de guardarme lo que creo que puede merecer la pena. Con el paso del tiempo, la mochila también se ha dado de sí un poco.

En las noches tranquilas la abro y repaso lo que hay dentro. Me reconforta saber que hay cosas ahí guardadas que merecen la pena, aunque no suela utilizarlas demasiado. Me gusta verlas, tocarlas, sentirlas. Me gusta saber que cuento con ellas cuando hace falta. Me gusta saber que están ahí dentro, que no se me olvida que están y que podré utilizarlas siempre que quiera.

Mi mochila es muy grande, pero dentro de ella está todo lo que quiero y aún hay sitio para alguna cosa más.

sábado, 21 de mayo de 2016

EL SONIDO DE TU VOZ


Te fuiste. Y tu olor sigue en la casa. En las toallas, en el sofá, en la almohada... Todo huele a ti.

Me dejaste, pero aún sigo durmiendo en mi lado de la cama, sigo poniendo el cenicero en medio de la mesa para que los dos alcancemos a soltar la ceniza, sigo poniendo el mantel, como siempre, aunque me sobra mucho hueco y me faltan conversaciones.

Cuando me ducho, sigo cerrando la puerta, esperando que alguna vez se entreabra y asomen por la rendija tus ojos azules para espiarme, como hacías tantas veces.

El despertarte por las mañanas. El hacerte el café. El verte marchar al trabajo asomado a la ventana y decirte adiós con la mano. Son tantas cosas.

Salir de casa sin darte un beso o acostarme sin dar un buenas noches, eso es lo que más echo de menos.
Y tus labios. Y tus ojos. Y tu forma de andar por el pasillo con la toalla enrollada en tu cuerpo y el pelo húmedo y alborotado.
Y tu sonrisa. Y tu piel sedosa color marfil. Y tus manos y tus dedos alargados.
Y el sonido de tu voz.

lunes, 16 de mayo de 2016

AHORA QUE PEINO CANAS

Ahora que peino canas, que se me cae el pelo y tengo arrugas.
Ahora, que ya no me preguntan qué quiero ser de mayor.
Ahora, que los niños me llaman "señor", los chavales "de usted" y los cuarentones "colega".
Ahora, que las resacas duran tres días y las vacaciones las utilizo para descansar.

Yo, que he visto el cambio de siglo, al cometa Halley, el 12 a 1 a Malta y a Naranjito.
Yo, que cuando quedo con amigos estoy más tiempo hablando de recuerdos que creando unos nuevos.
Yo, que tengo lumbago y "me duelen los huesos".
Yo, que ya no me tengo que poner despertador porque "tengo la hora cogida".

A todos aquellos que hace años me decían cosas como "cuando seas mayor, verás", "aún tienes mucho que aprender", dentro de unos años te acordarás de esto" o "eso se consigue con el tiempo".

He de decir que sí. Que he visto, he aprendido, me acuerdo y he conseguido, pero sigo sin entender nada.

domingo, 17 de abril de 2016

EL ALFEIZAR

Sentado en el alfeizar de la ventana del baño, miraba la noche. La luna de verano resplandecía con fuerza en medio de un sol estrellado.
Muchas veces, en su juventud, había subido ahí con la intención de dejarse caer. De saltar a la nada. A la muerte.

Pero ahora no. Había adquirido la confianza necesaria con ese pequeño rincón de su casa. Ya no quería saltar y, sabía, que el alfeizar no le iba a dejar caer, a pesar de no ser ahora tan ágil como antaño.
Aún así, se seguía sentando ahí cada noche, a fumarse el último cigarro del día. Se sentaba a añorar viejos tiempo y a fantasear sobre el futuro.
La sensación agridulce de lo que fue y lo que es. Los recuerdos amargos que se mezclan con el orgullo por los éxitos conseguidos... pero ahora, ¿qué?

El hombre piensa en lo joven que era la primera vez que se subió allí, dispuesto a mandarlo todo al garete. No tenía ni 17 años y ya estaba cansado de vivir.
Muchos errores y pocos aciertos. Muchos conocidos y muy pocos amigos. Mucha droga que nunca saciaba su vacío. Mucho alcohol que no le hacía olvidar. Muchos traspiés. Muchas meteduras de pata. Muchas malas decisiones.

No hubo valor. Nunca lo hizo. Y ahora, se siente orgulloso de haber podido superar aquello. Es el único logro de su vida. Aunque... ¿para qué?

Hoy ya no es igual. De casa al trabajo y del trabajo a casa. Sin ilusión. Sin ganas. No lucha más que por un sueldo que le dé de comer. Nadie a quien recurrir. Nadie que le apoye.

Hoy, acaba de darse cuenta, que tendría más motivos para saltar por esa ventana que hace 30 años.

Hoy, ha tenido su última sensación de fracaso.

EL PEOR DÍA DE SU VIDA

Cuando se despertó, él no lo sabía, pero ese iba a ser el peor día de su vida.
Como cada mañana, salió de casa y se fue a su trabajo. El chófer le dejó en la puerta y, al entrar, saludó a todos sus compañeros.

Se puso con sus tareas que, cada día, eran algo distinto, ya que en el puesto que ostentaba, tenía la capacidad de elegir.

Hoy se metería con la arquitectura. Veía a su compañeros trabajando en ese tema y parecía que se les daba muy bien.
Estuvo media mañana intentando que saliese algo decente, pero no daba pie con bola. El día comenzaba a torcerse.

Decidió entonces no perder más el tiempo y cambiar de tercio. Se pasó a Bellas Artes. Todos los que, en ese momento, estaban haciendo algo parecido, tenían cara de estar muy concentrados. Él intentó imitar la actitud de sus compañeros para ver si, de esa forma, le llegaba la inspiración.
Nada. No le salía nada que mereciese la pena. Hojas y hojas, arrugadas, estaban a su alrededor. No conseguía que ningún boceto le gustase. Lo último que había hecho y que en ese momento sujetaba en sus manos, lo rasgó con violencia, tirando los trozos al suelo con desesperación.

Se acercaba la hora de comer y su tripa ya le estaba avisando. Tenía que conseguir hacer algo de provecho, pues no quería pasar la mañana en balde. Tenía que hacer un último intento.

Fue hacia unos compañeros que estaban haciendo un trabajo en grupo, pero no le dejaron apuntarse. "Estamos completos" parecían decirle con sus expresiones.

Entonces, fue a un rincón y lloró.
Acuclillado, con las manos en las rodillas, no pudo contener las lágrimas.
Nunca había pasado un día tan malo en su vida.


Con tan sólo dos años, tuvo su primera sensación de fracaso.

jueves, 26 de marzo de 2015

EL LOBO

El bosque estaba en silencio. Acababa de amanecer un día claro de primavera y nada se movía entre los árboles. A esas horas aún hacía frío, pero la temperatura iría subiendo lentamente durante la mañana.

Era un lobo adulto, casi viejo.
No pertenecía a ninguna camada, ni a ningún grupo, ni siquiera tenía una compañera. Los humanos les tenían miedo y hace unos años, iniciaron una batida para masacrarlos.
Él nunca había atacado a un humano, ni tampoco ninguno de sus compañeros. La carne de humano es dura. Los campesinos trabajan de sol a sol, por lo que tienen poca grasa y sus músculos son tensos y fibrosos. No le gustaba la carne de humano, pero ahora, se comería cualquier cosa.
Los hombres no sólo habían terminado con sus compañeros, si no que también habían cazado a todo animal más grande que una ardilla. En el pequeño bosque, cruzado por un arroyo que se secaba en verano, ya no quedaba casi nadie. Cada vez le era más difícil encontrar un ratón que llevarse a la boca.
Parece que los jefes de los humanos trataban a los otros como seres inferiores. Los campesinos de los alrededores tenían que dar parte de lo que conseguían de la tierra a sus jefes, pero éstos no trabajan, sólo pasaban por allí de vez en cuando acompañados de hombres altos con espadas, cargaban los carros y se marchaban.
Cada vez llenaban más los carros, les exigían más comida y al final, la gente de los alrededores tenía que dar casi todo lo que sacaban a su jefe, lo que les había llevado años atrás a invadir el bosque en busca de comida.
En su camada había un macho alfa, y aunque tenía algunos privilegios trabajaba como el que más. De hecho, por ese motivo era el macho alfa.

El lobo estaba hambriento. Ya no recordaba cuándo comió por última vez. Tres días, cuatro, una semana... Hacía mucho tiempo y estaba empezando a notar el cansancio por inanición, cada vez le costaba más moverse y ponerse en pie por la mañana era todo un triunfo.
Antes aquello era un paraíso de vida. Conejos, gamos, ciervos... Ahora no quedaba nada, salvo ratones o topos. Odiaba a los topos. Eran difíciles de cazar, comías más tierra que carne, tenían uñas afiladas que podían clavarte en los ojos y, además, sabían a raíces. Los odiaba.
Como cada mañana, el lobo se acercaba al arroyo, que gracias al deshielo, tenía un caudal aceptable en esta época. Se quedó allí, observando, atento, tenso, esperando que alguno de los pocos animales que quedaban allí se acercase a beber agua.
Nada. Como siempre.
Ya ni recordaba cuándo fue la última vez que comió un animal en condiciones.
Los humanos se habían hecho con todos, sin tener en cuenta que al cazar indiscriminadamente, nadie podría perpetuar las especies y el bosque, aunque tuviese árboles, se convertiría en un desierto. No habría más vida que las plantas... O ni siquiera eso, pues por si fuera poco, la población de los alrededores crecía, por lo que los humanos tenían que hacerse cada vez más refugios de madera, de esos que echaban humo por el techo en invierno. La madera estaba empezando a ser un bien muy preciado y varios grupos de humanos habían acampado en las lindes del bosque para poder cortar árboles todos los días.
Primero los animales y ahora las plantas. Estaba claro que eso iba a ser un desierto de aquí a unos años.
Los humanos no iban a dejar nada con vida por allí. Sólo se dedicaban a destruir, a matar, a arrasar todo lo que encontraban. ¡Incluso habían conseguido reducir el caudal del río! Los humanos se llevaban parte del agua hacía sus campos antes de que ésta entrase en el bosque. ¡¿No se daban cuenta que así no quedaría nada?!

Cada vez más enfadado, seguía sumido en esos pensamientos cuando un pequeño ratón pasó corriendo al lado de la orilla del riachuelo. El lobo comenzó a correr, pero estaba viejo y débil. Al segundo paso el roedor ya se había dado cuenta que le perseguían y de un pequeño brinco se agarró al tronco de un árbol, comenzando a trepar hábilmente hasta la primera rama, donde el lobo ya no podía llegar. El cánido lo miró, como suplicándole que fuese hoy su alimento, pero el ratón parecía no estar por la labor. Tras un minuto se fue, arrastrando los pies, con el sabor de la derrota en la boca, pero eso no le servía de alimento.

Vagaba sin rumbo, derrotado. Sabía que no había esperanza. Si el río reducía el caudal en verano vendrían aún menos animales a beber y en caso de sobrevivir a los meses cálidos, el invierno se le echaría encima sin compasión. No sobreviviría al frío. Sin alimento, con el agua helada, sin compañeros... ¡Ay, los compañeros! ¡Cómo los echaba de menos! El lobo es un animal sociable, pensaba mientras seguía caminando sin saber dónde. Podemos pelear, tener nuestro roces, pero nos buscamos, necesitamos compañía. Ya ni se acordaba cuánto hacía que no oía un aullido que no fuese el suyo. Ni siquiera el suyo. Por miedo a que lo persiguiesen, cada vez aullaba menos.

Sin darse cuenta llegó al margen del bosque. A partir de ahí se extendían los campos de cultivo de los humanos, podía olerlos ya en la distancia.
Se dio media vuelta para volver a meterse en el bosque y al girar, se fijó en una de esas pequeñas construcciones de madera. "Eso no estaba ahí antes" pensó, "De hecho, el bosque llegaba mucho más lejos". "Malditos humanos" dijo a modo de gruñido.
Un fuerte olor a podrido hizo que arrugase el morro. Provenía de la choza y la curiosidad, pero sobre todo el hambre y la posibilidad de encontrar algo de comer, le llevó a encaminarse hacia allí. Los humanos comían mucho y habían cazado todos los animales del bosque, por lo que algo tenían que tener en aquel lugar donde habitaban.

La puerta de la choza estaba entreabierta. Metió el morro despacio para poder oler y tener margen de maniobra para escapar. Olía muy fuerte, demasiado. Estuvo a punto de dar un paso atrás debido al asco, pero en ese momento sus tripas rugieron sonoramente. Escuchó con cuidado y no percibió nada. Empujó un poco más con el morro y tuvo espacio suficiente para pasar al interior.
Una humana vieja estaba tendida encima de la cama. No había ninguna duda, estaba muerta.
El lobo se fue acercando poco a poco, con el hambre tirando de él hacia la cama y la repulsión por el olor tirando hacia la salida.
“¡NO!” pensó el lobo arrugando el morro, “¡Soy un cazador! ¡Yo tomo a las presas vivas! ¡VIVAS! No seré un carroñero…” pero sin darse cuenta, ya estaba encima de la cama con su mandíbula aprisionando el muslo de la anciana. Notó como el hambre se agudizaba, necesitaba comer.
A pesar de que el sabor era algo ácido al principio aún podía alimentarse con eso. Estaba devorando, no terminaba de tragar cuando ya daba el siguiente bocado. Era comida, y a pesar de su aspecto y su olor, sabía mejor que la de topo.
Lloraba mientras masticaba la dura y escasa carne de la anciana. Él no quería eso, él no era así. Él era un cazador de animales, pero si quería tener una oportunidad de sobrevivir, debía seguir comiendo. Una oportunidad como esta no iba a darse otra vez. Era ahora o nunca. Comer hasta reventar, no dejar nada. Dentro de dos días esa carne ya no serviría para nada y no podía arriesgarse a volver tan cerca del final del bosque. “Hoy comeré mucho, mañana ya se verá”, pensaba.

Cuando acababa de empezar el siguiente muslo oyó algo tras de sí. Una humana joven, que no sería más que una cachorra, empujaba la puerta para entrar al grito de “Abueliiita”. Iba vestida de rojo, cubierta por una capucha del mismo color y con una cesta en la mano. El lobo intentó tragar el último trozo que tenía en la boca mientras se daba cuenta de su error. El hambre le había cegado tanto que no había prestado atención a sus otros sentidos. Debía haber olido a la niña hacía tiempo, tendría que haberla oído llegar… pero ya era demasiado tarde.
La niña gritó al verle. Era un chillido espeluznante, lleno de terror. “¿Cómo algo tan pequeño puede gritar de esa forma?” pensó el lobo mientras un dolor agudo penetraba sus oídos y le hacía torcer el morro.
La niña tiró la cesta, pero estaba paralizada, incapaz de moverse. El lobo se agazapó. No quería hacerla nada, no podía competir con un humano por muy pequeño que fuese, sería su fin. Miró a un lado y al otro, buscando una salida, pero la única que encontró era la puerta que estaba detrás de la niña. ¿Podría saltarla? A pesar de haber comido aún no se sentía fuerte, y el peso añadido de comida sería un lastre. Quizá con un buen impulso… pero no le dio tiempo a pensar más, pues un humano enorme, con la cara llena de pelo, entró en la casa empujando la puerta con una de sus enormes manazas, mientras que en la otra enarbolaba un hacha. El hombre se puso delante de la niña, pero estaba como paralizado. Miraba al lobo con expresión de asombro pero sin apartarle la vista.
Ahora ya existía una amenaza real. La cachorra no era un problema, pero ese enorme ser con cara de bruto constituía un peligro importante.
Sin más, decidió hacerlo, ahora era más difícil pero era su única opción. Saltó de la cama intentando ganar toda la distancia posible hacia la puerta.
Un paso. El leñador echó su cuerpo hacia atrás.
Segundo paso. El lobo iba ganando.
Tercer paso… y salto.
El leñador descargó su hacha hacia delante con un movimiento horizontal, mientras que con la otra mano intentaba esconder a la niña de la caperuza roja detrás de él.
El lobo pasaba entre el hombro derecho del humano y el marco de la puerta cuando sintió un fuerte dolor en el vientre y, al caer al suelo, ya notaba el calor de la sangre saliendo desde su abdomen. Le había alcanzado. El hacha había llegado a golpearle abajo, cuando pasaba encima del brazo del leñador.
Dio un traspiés antes de comenzar la carrera, pero ahora no podía parar. Herido de gravedad sería una presa fácil para el leñador, tenía que salir corriendo, huir a la espesura del bosque.
Pronto el dolor se hizo insoportable. Notaba que cada vez tenía menos fuerzas y ya no corría. Daba tropezones de vez en cuando. Su vista empezó a nublarse, pero siguió avanzando, no quería quedarse allí tirado. Un sudor frío le recorría todo el cuerpo, tiritaba.

Se balanceaba de un lado a otro pero ya no faltaba nada para llegar.

Un paso más. Ya olía la humedad.

Otro. Empezó a escuchar el rumor del agua al deslizarse entre las rocas.

Otro paso. Estaba cerca.

Otro… y lo vio. Vio el riachuelo. Con la vista nublada y un dolor que no le dejaba casi respirar, pero allí estaba. Tenía que llegar, ya no le quedaba nada. Su pata se hundió ligeramente en el barro de la orilla. Ya estaba dentro. Siguió avanzando por el río, hasta que el agua tocó su herida en el vientre. Se paró un instante debido al fuerte dolor, pero decidió seguir, tenía que seguir. El frío se apoderaba de él… el frío y el dolor, pero estaba tranquilo.
Poco a poco se fue metiendo al centro del río, sus patas casi no tocaban ya el fondo.
Ya no veía. Tampoco importaba
Con un último aliento, antes de que su morro terminase de hundirse, soltó un lastimero y casi inaudible aullido. Su último aullido.